Ahora tengo 60 y suelo imaginar más a menudo el momento final de mi vida. Necesito estar consciente. Me imagino que pienso: es ahora, ha llegado, YA me muero.
Y para darle glamour al momento murmuro los versos de Quevedo:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto (…)
Y los de Jorge Manrique:
Cómo se pasa la vida
como se viene la muerte
tan callando.
No sé si tan callando, lo que sí sé es que los antiguos entendían el tempus fugit mejor que lo entendemos la gente de ahora, que andamos siempre pasmados con lo que tiene que ver con la muerte.
Sigo con el momento final. Después del recitado recordaré cuando fui una niña de ocho años y me reconocí como persona. Aquel día me dije que me pegaba tener ocho años, o sea, que era propia de mí esa edad, igual que llamarme Dolores. Y se convirtió en mi número favorito: el ocho. Entonces será el momento de preguntarse: ¿cómo es posible que ya no sea aquella niña en su octavo año de vida?
Seguiré recordando que luego, a los dieciséis, pensé sin razón ni fundamento, que me iba a morir a los diecisiete, probablemente de un accidente de tráfico. En aquel tiempo, cada día se moría una persona joven de accidente. Afortunadamente, cuando cumplí los dieciocho sin morirme supe que iba a tener una larga vida.
Pero entonces tuve otro problema metafísico: me veía como una mujer sola deseosa de encontrar un amor para tener un hijo y saber que ya nunca estaría sola. Suponía que la compañía era un antídoto contra la muerte. Qué ortodoxa era mi manera de pensar, lo digo por lo de casarse y tener un hijo. Y eso que nunca había estado sola, porque entonces era parte de una familia numerosa.
Qué jodienda lo de sentirse solo. Deberíamos acostumbrarnos y no padecerlo. Cada uno debe aprender a vivir a solas con sus pensamientos, y no siempre ansiando del barullo de la gente que lo contamina todo de ruido, de risas, de conversaciones al unísono, cada uno la suya, sin escuchar ni la propia voz, pero sin parar de hablar. ¡Cuánto habla la gente cuando se decide a hablar!