Zapatos y princesas I

Calzo un 43. Me ha costado muchos años de introspección y un esfuerzo de valentía decirlo así de claro y directo. Antes lo ocultaba vergonzosamente. Una mujer debía tener un pie pequeño porque era sinónimo de femenino y bonito. El pie grande se asociaba con basto y feo cuando en realidad mis pies eran más fuertes.

Comprarme unos zapatos nuevos era un suplicio. Merodeaba alrededor de la zapatería hasta que veía que no había clientes para que no me miraran con asombro cuando dijera al vendedor mi número. Luego, el zapatero se cansaba de sacarme los pares de mujer más grandes que tenía en su zapatería y de que ninguno me viniera (entonces aún no existía el concepto de unisex). Intentaba convencerme diciendo que la piel cedía, que los llevara a la horma, que se los pusiera antes alguien con el pie más grande (¿quién?), que me los pusiera a ratos en mi casa antes de estrenarlos porque siempre, siempre, la piel cedía. Mentira, nunca cedía lo suficiente. Además nunca me he comprado un zapato porque me gustara, me he llevado el que supuestamente me apretaba menos (al final, de tanto quitarme y ponerme zapatos pequeños, los pies quedaban insensibles).

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